En medio del desierto, la ciudad es una metáfora nueva en una gran explanada de significados.
Así, cabe preguntarse, ¿cómo debieran relacionarse nuestras ciudades del desierto con las metáforas que ya viven en este paisaje?
Se trata de una pregunta relevante ya que es probable que la mejor explicación para el hecho de que tenemos un paisaje urbano disfuncional es que hemos venido usando metáforas erradas en nuestro paisaje, y, como en muchos otros ámbitos, no hemos sabido integrar la riqueza (sígnica, en este caso) de nuestro territorio.
Según Santo Tomás, la metáfora era una forma de conocer las verdades incapaces de ser atrapadas por el lenguaje convencional. Llenamos con poesía donde no nos alcanza la prosa, “los seres humanos tienen la capacidad innata de metaforizar cuando no saben referirse a algo”.
El paisaje plantea una cierta sintaxis de lo posible; es la representación de lo que ha estado ahí siempre; antes que nosotros, después de nosotros. Nuestras ciudades son una intromisión en esta lógica, por eso, no todas nuestras intervenciones llegan a ser paisajes posibles; o dicho de otro modo, los paisajes que creamos no siempre utilizan las mejores metáforas.
Por eso, quizás la clave para armar este enorme artefacto poético que es la ciudad, es conocer las metáforas originarias del territorio.
Pero, ¿qué poéticas están presentes en el desierto? O, si el desierto fuese un gran poema, ¿qué tipo de poema sería?
Probablemente, el poema de los artefactos abandonados (como un deshuesadero parriano).
Uno de los factores comunes que existe en la cultura del norte de Chile es la sensación que hay muchísima tierra “de nadie”; es probable que sea una de las razones por la que hay quienes se sienten con el derecho de usar el desierto como un gran botadero; un lugar para dejar artefactos.
Estos pequeños paisajes-artefactos de poesía subatómica, habitados por rebaños inexistentes, por vegetación muda, por máquinas con piel de óxido que vagan errantes por la pampa, por dibujos pétreos en lenguas extraviadas; estos son los paisajes posibles que pueden generar material para espacios públicos auténticamente propios.
Por esa misma razón, una ciudad del desierto, entendida como proposición poética, debe tener alguna relación con sus metáforas. ¿Cuáles son las metáforas de estas unidades de paisaje, de la planicie costera, la pampa, el altiplano?
Ahí está el paisaje de la ruina. El desierto se encuentra lleno de estas notas a pie de página a punto de borrarse, ya sea por el olvido mismo o porque alguien pretende escribir encima; cementerios parlantes, máquinas obesas, ciudadelas que emergen de la roca, industrias infames, cárceles, poblados cadavéricos silenciados por la arena. Así, trasladarse a través del desierto es, de alguna forma, transitar por una gran ruina; un paisaje jalonado de grietas provenientes tanto de pasados geológicos como antropológicos, restos de poesía telúrica dispuesta en este enorme pergamino de roca.
Ahí está el paisaje de a piedra. Está la roca gregaria en la cordillera, la roca esculpida al viento de las faldas cordilleranas, la roca enigmática y geométrica de los pukarás, la roca solitaria y errante de la pampa, la roca que baja como llaga por los valles transversales, la roca promiscua en el borde costero que se deja moldear por el mar, la roca grabada con animales antediluvianos. A diferencia del paisaje de la ruina, la roca no es olvido, es permanencia. La roca se niega al olvido, es eterna; se deja esculpir, agrietar, grabar, pero no va a aceptar que te olvides de ella.
Ahí está el paisaje de la muerte. Ahí están esos caligramas dejados a un costado del camino, esa muda partitura compuesta por las animitas. Si uno se detiene en muchas de estas construcciones infinitamente breves, se pueden encontrar cepillos de dientes, trozos de tela, fotografías, utensilios, trozos de vidas que se detuvieron en ese punto para edificar su propia y modesta vivienda. Este es el verdadero suburbio del desierto.
Ahí está el paisaje de los senderos. En este gran paisaje, sobreviven rayados que deberían significar algo pero que no necesariamente lo hacen, que buscan desesperadamente un punto de fuga. En el altiplano, el sendero conduce hacia una belleza que duele, incomoda; en la pampa, en cambio, no existe destino, límites o bordes. Se trata de senderos sin país conocido, huérfanos que vagan sin sentido, costuras de un tejido geográfico que no alcanzó a realizarse. Por último, en la costa, los senderos son una anotación breve, comprimida entre el cerro y el mar, ávida de llegar a puerto, embarcarse e irse de este condenado abismo.
Ahí está el paisaje de la inmensidad. Uno sabe exactamente cuando está en el desierto en aquel momento en que se hace imposible distinguir si una montaña es grande o pequeña. O si algo está lejos o cerca. Ahí está el espinazo, con los huesos al aire. El desierto es uno de los pocos lugares donde se puede experimentar de manera transparente la geografía; ahí está, simplemente existiendo al sol.
Ahí está el paisaje del abandono. Una de las cosas que más llama la atención la primera vez que se recorre el desierto es que no es en estricto rigor un desierto. Está lleno de cosas, pequeños objetos en abandono, señales de explotación minera, basura, huellas de vehículos que uno se pregunta cómo llegaron ahí.
Y por qué. Está lleno de preguntas, en cada planicie se podría erigir un bosque de por-qués.
Por último, ahí está el paisaje del agua. Puede sonar como un contrasentido, pero el desierto reboza de agua. Porque alguna vez estuvo ahí. Están sus marcas, sus senderos, las grietas que dejaron sus merodeos; la obsesión del agua permanece en la piel geográfica pampina, como tatuaje antiguo, desvanecido y deforme en un cuerpo que ya no tiene la misma envergadura, que ostenta sus estrías telúricas como trofeo de la vejez. El agua es una escritora impúdica, no tiene miramientos en trazar sus grietas donde se le plazca. Incluso las escasas lluvias que todavía suceden aportan cada año un par de caligramas en los cerros.
El agua se fue, y nos dejó la sal.
Ahora, todos estos paisajes generan metáforas que son usadas con mayor o menor torpeza en nuestro paisaje urbano. ¿Qué hacer con ellas, entonces?
Si queremos componer un artefacto poético que sea apropiado al paisaje, las metáforas se deben corresponder con este paisaje. O sea, para responder la pregunta inicial, es necesario tener claro qué tipo de juego de lenguaje queremos construir.
En definitiva, qué tipo de poesía se puede construir con el desierto de Atacama.
De la misma forma que en la ciudad debemos incorporar a todos los habitantes, en este territorio de la muerte, del olvido, de la ruina, deberemos incorporar todas nuestras metáforas; de otra forma, nuestro paisaje urbano no solamente estará desprovisto de valor poético, sino que también de sentido y pertenencia.
Texto e imágenes: Hans Intveen
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